Por fin, a gritos y a sombrerazos, pero por fin, esto se acabó.
Después de cinco años de conflictos, disparates, bravatas, angustias y sobresaltos, Javier Corral se va; por desgracia, Javier no tiene rancho en Chiapas (si acaso una casita en Basaseachi, que bien mirado no está lejos) y, si no me equivoco, en breve empezará a rondar por otros lares tras gente a quien fregar. La mala leche que el mesianismo produce parece un chorro infinito, ¿se han fijado?
Bien, como ocurre siempre en estos casos, al final de una administración, quizá resultaría deseable tratar de hacer un balance; intentar, por un momento, adentrarnos en el natural claroscuro que nos depara el día a día, en la aburrida mediocridad de los distintos tonos de gris que la rutina representa, y luego del recuento, poner las cosas en perspectiva, dividirlas en negro y blanco, para luego empezar a revisarlas en sus menores detalles. Sería deseable comprender qué ocurrió en estos cinco años, cómo y por qué. Es así, pues, como dice el lugar común (aquel que no conoce la historia está condenado a repetirla), la única forma de mejorar algo, cualquier cosa, es emprender, a posteriori, una revisión de cada uno de sus elementos, de cada minucia, de cada atasco, de cada tropiezo, de cada destello, para entender las causas de yerros y aciertos.
Pues bien, si así fuera, estas páginas permanecerían en blanco.
Nada digno de mención ocurrió durante este lustro. Hubo, claro (de todos es sabido), altercados épicos, como los que ocurrieron al arranque de la administración, el pleito con el ICHITAIP y con el Poder Judicial, que bien habrían podido servir al güey tlatoani local para saber de qué lado masca la iguana, vistos los fiascos y el penoso ridículo que vistieron las armas del Estado y empañaron la honra del titular del Ejecutivo; pero no, como es bien sabido también, Javier es como Gabino Barrera y esa tozudez en todo lo llevó al amargo final del que los chihuahuenses somos testigos.
De este miniapocalipsis (deuda impagable, finanzas arruinadas, alarmante desempleo, la salud y la educación por los suelos, la inseguridad rampante, etc.) medio mundo está al tanto… menos él. Así empezó y así termina su gestión Javier, endiosado consigo mismo, cantándose esa tonadilla chocante que cantaba el malogrado Paco Stanley: “Qué lindo soy, qué bonito soy, cómo me quiero, sin mí me muero, jamás me podré olvidar”.
Lo único digno de mención, tal vez, es el desprecio público que Javier Corral demostró por todo y por todos. Perdido en el laberinto de su ego —sólida construcción de pasillos anchos y techos altos—, la realidad quedó fuera de su vida y, por ende —vistos su poder y gloria—, de la del Gobierno. Desde el primer día, con esa locuacidad malsana que le caracteriza, diosecillo de papel, Javier creyó que su palabra, como la palabra divina, es obrar. Creyó que bastaba con desear, desde la entraña, la materialización de sus sueños de grandeza para verlos transformados en obras fulgentes y cabales.
Difícilmente podemos percibir la realidad en un atisbo. La realidad es compleja, terca, poliédrica, melindrosa, difícil y, sin embargo, a veces, muy a veces, es posible asirla en un instante, de un solo vistazo. Javier Corral se queda en nuestra memoria anclado al nombre de Silvia Mijares Zúñiga.
Doña Silvia es la persona de limpieza de Corral en su casa de Juárez, pero su sueldo lo paga el gobierno. “Ella tiene plaza de operador de computadora en la Secretaría Particular del Despacho del Ejecutivo, e ingresó a dicha dependencia el 1 de noviembre con un salario de 10 mil 201 pesos”.[1] Así podemos resumir la gestión corralista: como un experimento ramplón y cicatero, desangelado y gris. La anémica pesadilla de un hombre enfermo de poder.
Que se vaya, que termine de irse, que acabe, en caridad de Dios, este mal viaje. A lo que sigue.
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Luis Villegas Montes.
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[1] Artículo de Javier Olmos titulado: “No paga Corral de su bolsa ni el servicio doméstico”, publicado el viernes 27 de agosto 2021, por el periódico El Diario.