El sábado por la noche, sin muchas ganas, fui a una boda. ¡Qué bueno que pudo más el deber que la pereza! La pareja se veía radiante, pocas veces he tenido oportunidad de constatar una felicidad tan radiante, tan contagiosa.
Ahí mismo caí en la cuenta de que no existe nada como la “felicidad ajena”. No puede ser, no debe ser. La felicidad —la verdadera felicidad—, es como un cielo, un océano, un clima, un ambiente. Es un algo para sumergirse, para embeberse. De la felicidad no se puede ser solo testigo, se es partícipe, actor, vivo protagonista; y si, por alguna malhadada razón, no es posible incorporarse al espectáculo, se la alienta, se le sonríe, se le aplaude con ganas; se la celebra o se la festeja a carcajadas.
De la felicidad, pues, no se debe salir indemne.
Bien, la reflexión anterior viene a cuento porque, precisamente para no ir a la boda y hacerme el remolón, servía de excusa que estaba viendo, otra vez, Juego de Tronos. Leída la novela completa (cinco tomos) y vista la serie la primera vez de ocho largas sentadas, decidí que valía la pena emprender la aventura de verla de nuevo y aquí me tienen. Si alguien se queja de que voy a espoilear la serie les advierto que sí; así que este es el punto en que dejan de leer y tantán; si continúan leyendo es a su cuenta y riesgo.
Pues bien, en la temporada 5, en el episodio 3, entre otros avatares, resulta que Jon Snow es electo Lord Comandante de la Guardia de la Noche y se niega a aceptar el ofrecimiento que le hace el rey Stannis de gobernar el norte con el nombre de Jon Stark. Después de que el rey se marcha del Castillo Negro, Jon Snow empieza a ejercer el mando; y en la asignación de tareas, uno de sus hombres, Janos, se rebela y se niega a aceptar el mando de Guardiagrís. El Lord Comandante no tiene alternativa y lo condena a muerte; Snow, siguiendo el ejemplo de su padre, Ed Stark, decide ejecutar la sentencia de muerte él mismo. Janos, ya con la cabeza en el tajo, llora y se arrepiente; en algún momento, mientras suplica por su vida, dice las palabras que sirven de título a estas líneas: “siempre he tenido miedo”; no le vale y Jon Snow lo decapita por traición.
Es terrible vivir la vida con miedo. Es terrible ir por el mundo con la cola entre las patas, mendigando clemencia; los errores, cualquier error, se pagan; así de simple. Sin embargo, de todos los yerros, los más lamentables son los propios de las flaquezas del espíritu: la cobardía, la deslealtad, la traición, la mentira, la estupidez. Esos fallos “del alma”, son los más difíciles de asumir y los más difíciles de perdonar. Por lo general, su autor se niega a admitirlos como tales, se justifica, se engaña, se miente a sí mismo, se autoexculpa; la víctima (el burlado, el engañado, el traicionado) siempre tiene la oportunidad de perdonarlos, pero no vale la pena; si algo odian los felones es ser objeto de perdón porque los desnuda, los exhibe de cuerpo entero como lo que son: los muestra en su miseria, en su mezquindad, en su raquítica vergüenza e integridad. Escribe Javier Marías en la novela que estoy leyendo: “Por eso muchos detestan y no soportan a sus antiguos benefactores, y ven al que los sacó de un apuro o de la miseria […] como a su mayor peligro y su mayor enemigo: es el último con quien desean cruzarse”.
En fin, hay quienes en el colmo del cinismo y la desvergüenza van por la vida como San Dionisio de París, de quien su hagiografía dice que caminó seis kilómetros con su cabeza bajo el brazo, atravesando Montmartre.
Volviendo a la idea de los primeros párrafos, bien por Ariel y Victoria; que sean muy felices y que Dios los colme de bendiciones.
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