Gregorio Rasputín fue un personaje que pasó a la historia por su fama, bien ganada, de siniestro y depravado. Logró colarse a las habitaciones palaciegas de la familia real zarista en la Rusia antes de la revolución de los bolcheviques de 1917. El motivo fue que era el único que lograba calmar el dolor y sufrimiento del hijo heredero del imperio de un serio mal hemático que ponía en riesgo su vida.
Con supuestos poderes sobrenaturales e hipnóticos, relatan las crónicas de la época, y su mirada fija y penetrante dominaba al auditorio. Pero más allá de leyendas urbanas e intrigas políticas por su poder sobre el matrimonio zarista, Rasputín fue un perfecto embaucador que fue incrementando su poder por la fama que él mismo se hacía de gozar de la confianza y simpatía del zar y la zarina.
La familia real creía que Dios le enviaba mensajes a través de Rasputín y lo creían porque requerían creer en algo y en alguien. Ante la grave enfermedad del único hijo heredero del trono, Rasputín les hacía creer de su poder de curación.
Su vida de escándalos estuvo inmersa entre ser inculto y semianalfabeta, un viajero incorregible, jugó a la espiritualidad por una temporada que se internó en un monasterio, pero siguió teniendo esposa, hijos y sobre todo, muchas amantes, parlanchín, embaucador y mentiroso para obtener sus fines de controlar las mentes. Su actividad nocturna era en varios burdeles, presumía de ser superdotado sexualmente, llegó a ser sospechoso de ser espía alemán para destruir al imperio ruso y su asesinato todavía sigue siendo motivo de asombro porque para matarlo le dieron con engaños tartas envenenadas de cianuro acompañado de mucho vino con el mismo veneno, pero no fueron suficiente para acabar con su vida. Lo remataron con un arma de fuego y fue lanzado al río, y aun así trató de salir lo que incrementó la leyenda de tener algún pacto misterioso.
Varios años después, por la década de los 70s, fue famosa una canción titulada “Ra-ra Rasputín…” donde el compositor calificaba a Rasputín como “la mejor máquina de amor”.
Los rusos de la época usaban el término de vranyo para referirse a lo que practicaba Rasputín de diseñar una mentira creativa para entretener a otros. De presumir de la cercanía con los zares abusaba de mujeres de la corte y acomodadas, pensando que las recomendaría con los zares.
Esa actividad la estuvo practicando durante varios años el famoso Rasputín con la familia del zar, lo que se convirtió en sinónimo de rumores y alardear ante los demás cosas que no eran totalmente ciertas.
Después, ahí mismo en la URSS la escritora Gorokhova mencionaba en una obra sobre la experiencia de vivir en la república soviética que se les hizo muy normal vivir bajo un régimen de mentiras como si fuera parte del estilo de vida. Volvía a retomar el término de vranyo.
El proceso de vivir en un ambiente donde mentimos, sabemos que nos mienten, llegamos a disfrutar de mentiras y terminamos jugando a creérnoslas ha significado una desgracia para la verdad, porque la hemos hecho a un lado.
Gorokhova sintetizó de manera magistral ese ambiente de simulación y embuste que durante décadas seguimos cultivando y mejorando, al estilo ruso del vranyo de crear mentiras atractivas, morbosas e inverosímiles para entretenernos. Rasputín vivió de eso y su fama sigue hasta nuestros días como del “monje loco”, manipulador de los zares, encarnación del demonio y degenerado. La mala noticia es que ese maestro del engaño y la mentira resurge en la actual Rusia como un personaje digno de reconocer. Ese vranyo ya casi constituye el arte de mentir y dejarnos que nos mientan.
Decía la autora: “Ellos nos mienten, nosotros sabemos que nos están mintiendo, ellos saben que sabemos que nos mienten, pero mienten de todos modos y nosotros seguimos fingiendo que nos lo creemos”.
Cualquier semejanza con la realidad que vivimos en México, sería mera coincidencia o casualidad ahora que vivimos en el reino de los populismos donde mentir se ha convertido en una adicción compulsiva.
Nos mienten en las redes sociales, nos mienten los movimientos o partidos políticos, nos mienten los líderes y lo más grave es que nos estamos acostumbrando o nos está gustando. Nos hemos relajado ante las mentiras y las exageraciones a conformarnos con los datos falsos que nos dan, a que nos distraigan con otros temas para perdernos de los esenciales.
El fantasma de los populismos de izquierda y derecha siguen controlando gobiernos. Nos hablan para decirnos lo que queremos escuchar, aunque de antemano lo consideremos absurdo e imposible.
Esos populismos han revitalizado esa forma de hacer política, cuando observamos que la mentira o fake news y la posverdad son las dos caras de una misma moneda y ese populismo es el síntoma por excelencia del síndrome degenerativo de la política contemporánea, incluyendo en ese síndrome la forma organizada de la democracia liberal. Por ello, más que un síndrome, quizás es más lícito sugerir que es una perversión política presente en el desarrollo de la democracia, que ha terminado por ubicarse como la “vaca sagrada” del discurso político contemporáneo.
Las redes sociales, si bien, han significado un empoderamiento para muchos grupos políticos disidentes o no oficiales, los gobiernos también las usan para catapultarse en sus pretensiones de controlar e influir en la ciudadanía.
También los brujos y chamanes están ahora en las redes sociales con lecturas de Tarot, arrimadijos, supuestas piedras con poderes y utilería que llaman “metafísicos” como gancho, pero sin el menor sustento filosófico.
Los oráculos de Delfos de la antigua Grecia son ahora imberbes influencers, jovencitas inmaduras que por su manejo de redes se sienten líderes de opinión de las nuevas generaciones, hasta que un patrocinador deja de pagarles.
La verdad ha perdido fuerza y la posverdad la hemos alzado como recurso de autoengaño. Nos da mucha flojera buscar y enfrentar la verdad, pero nos acomoda el confort de la posverdad, basado en falsos datos. La verdad ya no es la intermediaria entre lo que aprendemos por los sentidos y la razón para arribar a la realidad. Recurrimos a brujos digitales, chamanes tecnológicos para que ellos nos faciliten e interpreten a su manera lo que es “su verdad”. Acudimos a “consejeros” para que nos digan que es lo que nos conviene de nuestra vida espiritual y emocional, si es que queremos acercarnos a esas fuentes de interioridad personal. Presumimos de tener “guías”, gurús, terapeutas que nos procesan nuestra vida interior y nos dan una “verdad”. Y como somos tan comprensivos y permisivos consumimos y adoptamos lo que nos sirven ya cocinado.
Hemos hecho de la posverdad la “vaca sagrada” de nuestros días.
Los síntomas de la posverdad son la desinformación, incertidumbre, duda y rumor de todo. Dicen Gabelas y Marta-Lazo que cuando la credibilidad informativa está por los suelos y las redes sociales bajo continua sospecha, el estado de inseguridad e incertidumbre invitan a una sujeción, a una seguridad. El sinfín de laberintos, el agobio de las bifurcaciones, la ansiedad del permanente presente, inacabado, sin respuestas, busca una voz. Alguien que ejerza el “Gran Mediador”, de animista que traiga la luz y el fuego, la verdad.
El problema es que queremos buscar la verdad con intermediarios o charlatanes, en plataformas y aplicaciones robotizadas, horóscopos y cartas. Por lo general, todo lo buscamos fuera de nosotros, cuando en nuestro interior está la esencia y el valor del ser. Ahora hasta dependemos de datos y algoritmos, de encuestas y sondeos que sólo nos dicen lo que quieren decir quienes las contrataron para decir su verdad, su posverdad.
El escritor venezolano Moisés Naim, desarrolló su teoría de los tres “p” que son el peor enemigo de la política: el populismo, la polarización y la posverdad.
Los populismos se han convertido en el cáncer y perversión de la democracia que a través de un proceso y estrategia de confrontar a la sociedad en clases, niveles e ideologías la mantienen dividida en lo que se llama polarización o tener a la sociedad divida y conformada en dos polos opuestos para beneficio del que la provoca. Para ello siguen abusando de las redes sociales inyectando falsos datos, mentiras a medias, verdades supuestas y sobre todo creando confusión que es lo que llamamos posverdad, la nueva “vaca sagrada” que pastorea en las redes sociales.
jcontreras@uach.mx