“Antes, después de batallar media hora o más (todo dependía de su ánimo), cuando Javier estaba ya a medias fuera de la cama, después de balancearse siempre hacia atrás, debía finalmente rendirse a la evidencia de que necesitaba a alguien que viniera en su auxilio. Con dos personas robustas bastaba; pasaban los brazos por debajo de su abombada espalda, lo desenfundaban del lecho y, agachándose luego con su carga, le permitían solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde sus múltiples patitas demostraban su razón de ser. Pero en su estado actual, y prescindiendo de que las puertas estaban cerradas, ¿le convenía en realidad pedir ayuda? Pese a lo extraño de su situación, no pudo evitar una sonrisa. ‘No, claro que no. ¡Siempre lo había hecho todo él a su modo y ahora con más razón!’; se dijo; animándose por fin a intentarlo.
Bajó un pie, luego el otro, y por primera vez en veinte años, Javier Corral se irguió. Por primera vez en veinte años, sin el apoyo de nadie más, sin necesidad de adular o rebajarse, Javier Corral estaba de pie. A partir de ahí, todo fue coser y cantar.
Se aseó, se cambió de ropa —sus viejos trajes permanecían sin usar y su mujer los llevaba a la tintorería (por pura costumbre) una vez al año— y se dispuso a salir de la habitación.
Lo hizo con tal serenidad y firmeza, que parecía que todos, la esposa, la suegra, los perros, el gato y hasta el perico parecían gritarle: ‘¡Adelante, Javier!’. Es más, de algún modo, sí, debían haberle gritado: ‘¡Siempre adelante! ¡Duro con esa cerradura!’. E imaginando la ansiedad con que todos seguirían sus esfuerzos, asió con toda su alma el pomo de la puerta y, a medida que ésta giraba, él se sentía temblar.
El sonido más claro de la cerradura, cediendo por fin, le volvió completamente en sí. ‘Bueno —se dijo con un suspiro de alivio—, aquí estamos ya’; y luego apoyó la cabeza en la hoja; parecía fatigado de solo abrir la puerta. Aún estaba ocupado tratando de comprender a cabalidad lo que estaba sucediendo, sin tiempo para pensar en otra cosa, cuando escuchó un ‘¡oh!’ de los ahí reunidos, que sonó como suena el mugido del viento, y vio a su esposa, la más cercana a la puerta, taparse con la mano la boca abierta y retroceder poco a poco, como impulsada mecánicamente por una fuerza invisible. Como si no diera crédito a lo que sus ojos, enormes y dulces, estaban mirando.
Esa noche, cuando regresó a su casa, luego de su aplastante derrota, Javier pensó: ‘Bueno, tal vez pueda ya irme a dormir’; lo dijo mirando la casa vacía, despoblada de gente y de animales, mientras se dirigía a su habitación.
Estaba fatigado, no podía contener sus resoplidos, y de tiempo en tiempo, tenía que pararse a descansar. Mas nadie le apresuraba, se le dejaba en entera libertad. Cuando emprendió la breve marcha, le asombró la gran distancia que le separaba de su cuarto; no acertaba a comprender cómo, en su actual estado de debilidad y desasosiego, había podido, esa misma mañana, hacer ese mismo camino casi sin notarlo. No bien hubo entrado en su habitación, sintió que la puerta se cerraba con rapidez y que echaban el pestillo y la llave.
El brusco ruido que esto produjo le asustó de tal modo, que las piernas se le doblaron. No sabía quién podía tener tanta prisa por encerrarlo, pero ese alguien había permanecido de pie, como acechando el momento de poder precipitarse a encerrarlo. Javier no la había sentido acercarse.
A la mañana siguiente, el lunes, cuando Javier Corral despertó tras un sueño inquieto, se encontró en su cama convertido de nuevo en una horrible cucaracha color naranja, se sintió mejor, mucho mejor, y hasta sonrió, frotándose las patitas”.
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Luis Villegas Montes.
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