Recuerdo cómo me gustaba leer historia cuando era joven.
La historia nacional, la gesta de Hernán Cortés, su brillante estrategia política e impecable táctica guerrera (que llevó a enfrentarse a los tlaxcaltecas con los mexicas), la proeza técnica de viajar cientos de kilómetros con los implementos necesarios para construir los bergantines de la ofensiva lacustre en su asalto final a la fastuosa Tenochtitlan; las batallas de la revolución mexicana (particularmente las de la División del Norte; en ese sentido le recomiendo el Pancho Villa de Paco Ignacio Taibo II y una novela maravillosa, Revolución, de Arturo Pérez Reverte); las de la Segunda Guerra Mundial (Rafa Quintana se rio mucho cuando le platiqué la anécdota de esa vez que empecé a ver con mucho entusiasmo la serie de Netflix: la Segunda Guerra Mundial a Colores, y que dejé de verla desencantado cuando empezó a perder Alemania); la historia de la antigua Roma, particularmente la saga que va de Mario a Octavio (lea, de veras, la serie de los Señores de Roma, de la escritora australiana Colleen McCullough), sin olvidar la hazaña enorme de Escipión frente al gran Aníbal (lea la trilogía de Santiago Posteguillo); o las biografías de Gengis Kan o Napoleón (la de Max Gallo es extraordinaria).
Me entusiasmaba la épica de esos relatos: la fuerza, la inteligencia, el valor, el coraje, el heroísmo, el sacrificio, reunidos en unos pocos kilos de sesos, sangre, carne y huesos. Hombres extraordinarios que construían (y destruían, todo sea dicho) naciones enteras; que arrasaban pueblos y ciudades para hacer realidad una cosmogonía particular.
Se lee muy egoísta, lo sé; monstruoso, si cabe, pero también es verdad que estos hombres no fueron los primeros, ni los últimos, en compartir esa debilidad milenaria que ha llevado a la humanidad a idolatrar monstruos, en un afán de hacer realidad un mito colectivo. De China a Egipto y, bueno, pues ahí está el Estado de Israel, que lo demuestra en forma palmaria: “El primer exilio fue el exilio asirio, la expulsión del Reino de Israel (Samaria) por Tiglatpileser III de Asiria en el 733 a. C., y su finalización por Sargón II con la destrucción del reino en el 722 a. C., después del final del asedio de tres años que Salmanasar V comenzó en Samaria”.[1] Sí, leyó usted bien, una reivindicación histórica de casi 2 mil 700 años de antigüedad, consagrada oficialmente por la Declaración de Balfour en 1917.
En fin, hace años, desde hace años, yo he creído con toda mi alma en esa épica histórico-militar. Luego vino el sábado pasado, no a despojarme de mis gustos literarios ni aficiones, en lo absoluto, pero sí a alimentar una nueva visión, más rica, más noble, más clara y, por ende, mucho más memorable.
Me explico: resulta que merced a los buenos oficios de la amistad conocí a Fina, una exitosa empresaria juarense que, ese día, celebró los primeros 35 años de su negocio (comentar los detalles demandaría párrafos y tiempo que ni usted ni yo, querida lectora, gentil lector, tenemos). Fina se dedica al comercio de flores. En realidad, de ser la próspera propietaria de una florería, ahora se dedica también a la distribución al mayoreo; contar también los pormenores de cómo llegó hasta donde está demandaría mucho tiempo (que no tenemos, ya dije), basta decir que Fina fue pionera, por lo menos en su familia, en esa actividad; predestinada a seguir los pasos de su padre (cuyo giro mercantil resultaba completamente distinto), Fina decidió tentar la suerte y volar detrás de un sueño. El sábado, Fina estaba feliz y decidió hacer partícipes a unos cuantos amigos de su justificado gozo.
Sin embargo, hasta aquí, muchos no entenderían el arranque de estos párrafos con lo narrado hasta este punto; pues bien, Fina tiene un hijo, Omar. Omar tiene treintaitrés años de edad y ama cantar. Algunos de sus ídolos, con los que ha departido en algún momento de su existencia, son Vicente o Alejandro Fernández, y lleva años cultivando su afición bajo la tutela de distintos maestros. Omar es un muchacho especial pues carece de algunas capacidades (habilidades adaptativas) para afrontar uno o más de los retos con que nos enfrenta la vida cotidiana, de tal suerte que requiere ayuda permanente.
El sábado, fui testigo de cómo es posible aferrarse a un anhelo con uñas y dientes, de perseguirlo infatigable, días tras día, hora tras hora (en ocasiones luego de jornadas de trabajo matadoras de treintaiséis o cuarenta horas continuas); y al mismo tiempo, criar a un hijo que requería, más que otros niños, de esa devoción y ese amor que nos hacen verdaderamente grandes: Grandes hombres, grandes mujeres, grandes seres humanos, grandes personas, grandes líderes, grandes en todo.
Me encantó esa épica de generosidad, trabajo, entrega y arrojo constantes —de un perfil aparentemente modesto, sí, pero indispensable para construir sociedad—. Las civilizaciones se erigen meced a esas bases: con quienes desde el hogar, armados de amor (de mucho amor) y denuedo, diariamente se construyen a sí mismos y a sus seres queridos.
Me quedo con Omar, dedicándole a su cariñosa y privilegiada madre, esa canción inolvidable de Hermoso Cariño; canción que, no tan en silencio y con los ojitos mojados, yo también le dediqué a Lola —esté donde esté mi mamá—, ese sábado por la noche:
“Hermoso cariño, hermoso cariño
Que Dios me ha mandado,
a ser destinado
nomás para mí.
Precioso regalo, precioso regalo
Del cielo ha llegado
y que me ha colmado de dicha y amor…”.
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Luis Villegas Montes.
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[1] Visibles en: https://aleph.org.mx/cuando-comenzo-la-diaspora-judia-y-por-que Consultado el 26 de marzo de 2023, a las 18 horas. Énfasis añadido.