“Hay décadas donde no pasa nada y hay semanas en que pasan décadas”
LENIN
Existen parejas de matrimonio que cuando llegan a un restaurante y el mesero se acerca a preguntarles qué desean, la respuesta es unánime: nietos, queremos nietos…
Vivimos una primavera de la tecnología, pero un otoño de humanismo, donde hay cambios, muchos de ellos radicales, de prioridades, visión y por lo tanto del sentido de la vida, porque todo progreso tiene un costo y todo éxito implica un sacrificio.
Esto ha existido en las diferentes épocas de la humanidad, aunque la diferencia es que se va perdiendo la capacidad de asombro y la conciencia de lo que está sucediendo porque existen nuevos distractores y por supuesto una tecnología que nos tiene atrapados y enredados.
Los cambios son naturales y buenos, pero también, como decía un político, la reversa también es cambio. Puede haber cambios buenos y cambios malos, para adelante o para atrás.
El hecho es concreto: hay una reducción impresionante del promedio de natalidad a medida que se incrementa el individualismo. Las redes sociales nos han llevado al despeñadero del narcisismo donde todo lo centramos en torno a nosotros mismos. Del teocentrismo, donde Dios era el centro de todo, pasamos al antropocentrismo, enfocando nuestro interés en el ser humano en general y ahora vivimos un “yocentrismo”. El yo es el principio y fin de todo.
Muchos jóvenes rehúyen o alargan -como liga- el matrimonio por no contraer responsabilidades y entre sus prioridades ha desaparecido tener descendencia. Cuando se casan gastan y consumen en ellos y la estrategia de ahorro está en ser menos miembros en la casa.
El colombiano Carlos Velázquez[1] califica esto como el “invierno demográfico en Occidente pues los seres humanos tenemos la extraña capacidad de no reaccionar ante los problemas que fundadamente se avizoran en el mediano y largo plazo. Ha ocurrido con el cuidado -o al menos preocupación- del medio ambiente, pero es singular la despreocupación ante los problemas demográficos. En todas las etnias originarias en el tiempo, los hijos han sido considerados un bien, quizás el mayor. No solo porque se les ame desde el principio, sino porque son la garantía de la supervivencia de la cultura pues el parentesco es la base de toda sociedad”.
Nos preocupa más la vida de un árbol que la de un niño; equiparamos la atención y cuidado de una mascota a la de un hijo.
Entre las causas del “invierno demográfico” está un individualismo desviado y narcisista, muy diferente al individualismo responsable y generoso que busca el mejoramiento para darse más y mejor a los demás.
Con ese individualismo se ha perdido el sentido y mensaje de la metáfora: “plantar árboles para que otros se sienten a su sombra”. Se ha dejado de pensar en que la vida es un ciclo biológico, con reglas y principios que no han cambiado por más que quisieran cambiarlas por caprichos ideológicos, que es como las carreras de relevos para que otros puedan seguir en la pista.
En varios países ya están viviendo la crisis de que esos relevos se han ido eliminando gradualmente y se han convertido en sociedades de personas viejas que no pueden dejar de trabajar o retirarse al descanso porque no hay nuevas generaciones. El individualismo que ha permeado desde finales del siglo pasado empezó a calcular el dejar de tener hijos.
“Está muy extendida la idea de que, antes de engendrar a otros y sacrificarse por ellos, hay que vivir la propia vida, también sexual, algo que se hizo posible por la llamada “liberación sexual” y los medios anticonceptivos. Eso explica el retraso, no ya de la vida en pareja, que ha adquirido distintas formas, sino en ser madre o padre”, argumenta el mismo Velázquez.
Las estadísticas no mienten. En 2024, la tasa de fertilidad global ha alcanzado niveles históricamente bajos, con varios países enfrentando desafíos demográficos significativos. Con menos niños nacidos, ha surgido la preocupación de que pronto pueda haber “muy pocas” personas para sostener las economías.
En este sentido, entre los países con las tasas más bajas se encuentran Taiwán y Corea del Sur, ambos con una tasa de 1.1 hijos por mujer, seguidos de cerca por Singapur, Ucrania y Hong Kong, con tasas de 1.2 hijos por mujer.
¿Cuáles serán las consecuencias en la cultura, economía y relevo generacional por la disminución demográfica? Aún no tenemos esa dimensión a mediano y largo alcance.
Si somos lo que consumimos, hacemos y glorificamos, no hay muchas esperanzas del retoñar. Antes, a los hijos se les decía “retoños” porque salían justamente del árbol grande. Eran desprendimientos de las ramas con hojas nuevas y a su vez, darían después otros nuevos retoños.
El problema es que a la natalidad se le dio un giro ideológico y varios países empezaron a imponer hasta cantidad de hijos por pareja y a la vuelta de los años se dieron cuenta que la economía se estaba desvaneciendo porque no había nuevos brazos, mentes y seres vivos que tomaran el relevo.
Indudablemente que cada mujer es libre de tener o no tener hijos. Esto no está a discusión. El problema son las políticas impuestas por organismos que asumieron que los hijos eran cargas económicas o molestias para la pareja. El asunto es, sin menoscabo de las mascotas, que se quiere suplantar un ser humano por un animal. Las mascotas son compañías leales, pero no son hijos ni son relevos generacionales. Aunque también se justifican, precisamente, porque muchas personas se han quedado sin tener nietos, con la ausencia de los hijos, arrinconados en un nido vacío, con la inexistencia y soledad de una familia que dejó de ser. Y un animalito les hace compañía.
Asi como se decían en los ranchos de quienes no se casaban y que se quedaban vestidas y alborotadas, hoy ha surgido la generación de los abuelos dejados, o mejor dicho, de los presuntos abuelos que no ven crecer la descendencia. Abuelos que se quedan vestidos y alborotados esperando conocer nietos, pero no llegan.
También había un expresión de cuándo los hijos crecían y se iban a hacer su vida propia, dejando el hogar familiar, los padres sufrían del síndrome del nido vacío. De la ruidosa casa con niños brincando, jugando y gritando, de pronto el ambiente era de funeral. Pero al paso de los años, los hijos los visitaban con los nietos para compensar la soledad y entrar a una nueva fase de amor a los hijos de los hijos.
La vida azarosa y dinámica que vivimos, el cambio de conceptos y principios, la tecnología digital que nos tiene atrapados casi todo el día, ha ido cambiando estilos de vida. Pero el tiempo no para, y la era del envejecimiento de la sociedad sigue su curso con una curva cada vez más pronunciada porque se van acabando los relevos.
De los abuelos a los padres, de los padres a los hijos es una cadena biológica natural y de sobrevivencia para ir entregando la estafeta por generación. ¿Si los relevos se están acabando, a quién se le entregará la estafeta antes de morir?
Como dijo Gabriel Albiac, el “tiempo en el cual era factible llamar a cada cosa por su nombre ya caducó”.
La cultura está abandonando las ideas para trocarlas por sentimientos y emociones. La opinocracia que han dado una fuerza increíble las redes sociales nos han sumido en una locura sin fin y un sinsentido de lógica donde todos metemos la mano como pila de agua bendita queriendo desprendernos de nuestros pecados, miserias, envidias, traumas y rencores.
Y mientras, quienes están pagando los platos rotos, son los frustrados y presuntos abuelos por lo que no han podido ser de lo querían y añoraron ser.
Los lomitos son increíbles compañeros y ciertamente que hay una cultura de cuidados y protección, pero no pueden suplir a los hijos. Lo ideal es que se acompañaran al lado de los abuelos.
[1] VELAZQUEZ, Carlos (2024) Individualismo y demografía, https://www.laopinion.co/columnistas/individualismo-y-demografia