Estoy cierto que una de las personas más críticas respecto de lo que hago (o dejo de hacer) soy yo mismo. A veces ni yo me aguanto. Dijo un galavardo (entiéndase hombre alto, desgarbado y dejado, inútil para el trabajo) que en las mañanas seguramente me levanto, me miro al espejo y me insulto, cosa que no es verdad… siempre.
Pues bueno, ahora ando de malas porque este espacio editorial peligrosamente se empieza a parecer cada vez más a una insulsa columna de sociales. En efecto, hace dos semanas celebraba unos quince años y hace siete días los festejos de una boda muy lucidora; pues esta semana me arranco hablando de la reapertura de un negocio, el ANTIKA, y de paso felicitando a mi buen amigo el licenciado Óscar Ordoñez, porque ayer cumplió años, 53 si no me equivoco. Se ve mayorcito, pero es que está correteado sin aceite.
Viene a cuento el tema, porque ayer, el licenciado dejó colgados de la brocha a un grupo de amigos que decidimos ir, con sus respectivas parejas, a la reinauguración del citado antro (tenía siglos sin asistir a uno), a invitación de la esposa de otro buen amigo, asiduo visitante de estas páginas, el licenciado Granados, mejor conocido como La Tortuga (mote del que ya he explicado en alguna ocasión que es motivo de una incógnita pendiente de despejar). Pues la esposa del susodicho, Lorena, nos invitó porque la propietaria del lugar es amiga de ella y ahí vamos.
Fue también otro buen amigo, el licenciado Rubén Aguilar, a quien La Tortuga, ayer mismo, en un destello de envidiable lucidez, le puso por sobrenombre uno que le quedó como anillo al dedo (diría el presidente López Obrador): “Super Ratón”; y sí. Con el cuento de que el licenciado hace pesas, tiene los hombros del ancho de un ropero y no es muy alto que digamos, el apodo le quedó como un guante.
Además de ir a la semigorra (la propietaria festejó nuestro arribo con una excelente dotación de bocadillos surtidos: unas flautas exquisitas, unos sopes que nunca supe de qué eran pero sabían a gloria y unas tostadas de atún deliciosas), fuimos a ver la pelea de El Canelo Álvarez. A mí me gusta El Canelo (a mi mamá también le gustaba y la emocionaba mucho verlo pelear). Yo sé que lo critican un montón, que no es tan bueno, que siempre pelea con “bultos”, etc.; yo creo que es pura envidia. Es un hombre joven con una trayectoria impecable: más de 55 peleas, solo 2 derrotas y 39 nocauts; y digo que no ha de ser tan malo si, por el enfrentamiento del sábado, se echó a la bolsa 40 millones de dólares.
Como sea, creo que ese es el mejor ejemplo para describir el proceder de un montón de compatriotas, incapaces de celebrar con auténtico júbilo el éxito ajeno. Muchos mexicanos obramos como los cangrejos, que en cuanto ven que uno va ascendiendo para salir del bote, tiran de él para regresarlo al poso del pozo.
La solidaridad no está en nuestros genes. Somos gregarios en la pachanga y el relajo, pero en el trabajo y la construcción del bien común somos reacios a comprender que el afán de uno, alineado con el de los demás, es más sólido, más fuerte y más útil. Los antiguos griegos lo tenían más claro; no en balde Aristóteles empleo su célebre expresión, Animal Político (zoon politikón), en el sentido de que el ser humano, a diferencia de otros animales, posee la cualidad de relacionarse en forma política o, lo que es lo mismo, crear sociedades y organizar la vida en ciudades.
Sin que baste esa noción, para comprender el verdadero cometido de una sociedad humana, pues a esa idea hay que sumar otra, la del bien común. La naturaleza humana impulsa al hombre a instituir la sociedad política, que en esta forma es una creación humana, “un producto de la industria humana”, como la llama Santo Tomás de Aquino, en la cual el bien público es un elemento indispensable para el desarrollo y perfeccionamiento de la persona humana, primero; y segundo, ese bien público sólo puede obtenerse por medio de la actividad de una sociedad que tenga una estructura capaz de lograrlo.
A darle, pues, y no nos hagamos cangrejos.
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