“En la persecución final de la Santa Iglesia Romana reinará Pedro el Romano…”.San Malaquías (… o quien haya sido).
El miércoles escribí que se me estaba muriendo gente importante y que cuando creía que ya era suficiente con tanta aflicción se murió el Papa Francisco; ahí sí, no tengo cómo explicarlo del todo: me dolió hasta el alma.
Porque para mí, no fue cualquier Papa; fue el primero que me hizo sentir —de verdad— que había un pastor en Roma con los pies en la tierra, con los zapatos sucios, con el corazón en las periferias. El Papa que hablaba de la ternura como si fuera dogma, del amor como si aún fuera posible. Que, en vez de excomulgar, abrazaba. Que nos recordó que el Evangelio no se grita, se vive. Que habló de los pobres, no como bandera, sino como mandato; y lo hizo con esa sonrisa de abuelo sabio que todo lo ha visto y aun así cree.
Y ahora se murió.
Y yo, como muchos, pero particularmente yo, me quedé con un hueco raro: no sé si es nostalgia, temor o puro egoísmo; porque confieso que, detrás de esta pena extraña, hay algo más: hace años leí sobre las famosas profecías de San Malaquías, esas que enumeran a todos los papas desde Celestino II hasta el último… y ese último, según la lista, sería él, “Pedro el Romano” —a eso retornaré luego—.
Desde que leí eso —con más miedo que fe, con más morbo que curiosidad teológica— temí este momento. El del último Papa. El del último paréntesis antes del colapso; y aunque sé que hay exégetas, escépticos y latinistas que desmenuzan la autenticidad del texto, lo cierto es que, supersticiones aparte, este adiós se siente como fin de época. Como si se cerrara una puerta antigua que ya nadie sabrá abrir.
Lo que Francisco representó no fue menor: fue la voz que intentó humanizar una institución herida, conservadora, a veces absurda, pero que es nuestra de muchas formas, aún en la contradicción de la fe. Fue el que rompió moldes, el que incomodó a los puristas, el que desató pasiones incluso entre no creyentes; fue el que hablaba de ternura sin miedo a parecer débil; fue el que supo abrazar antes que condenar, mirar antes que juzgar. El primero que se atrevió a cargar a un niño mientras hablaba de teología. El que trajo aires de barrio al Vaticano y olor a Evangelio de verdad; y, sobre todo, el que era jesuita… con todo lo que ello implica para bien o para mal; fue, en su mejor versión, el intento más reciente de que la Iglesia no se pareciera a un museo del miedo, sino a una casa de misericordia; y ese esfuerzo, esa pretensión, ese afán, en estos tiempos de cinismo organizado (y “orgánico”, vaya con la dichosa palabreja), no es poco.
Se murió el Papa; y sí, se siente un poco como si se hubiera apagado una lámpara en medio del campo, justo cuando la noche se pone más oscura y la bruma más espesa, pero también me queda su luz, que fue cálida, que fue (o pretendía serlo) limpia, que fue humana. Me quedan la sonrisa, los gestos, las palabras dichas en voz baja. Me queda —curiosamente— la fe, esa que no depende de dogmas ni concilios, sino de ejemplos. Como el suyo.
Empero, al menos para mí, es ahora donde comienza lo escalofriante.
Escribí que, hace muchos años, leí las profecías de San Malaquías. Ese texto atribuido al arzobispo irlandés del siglo XII que, según la leyenda, tuvo una visión de todos los papas futuros. A cada uno le asignó un lema en latín; y el último —el último, según la lista— no tenía lema sino sentencia: “Petrus Romanus… quien pastoreará a las ovejas entre muchas tribulaciones; y luego, la ciudad de las siete colinas será destruida, y el Juez terrible juzgará a su pueblo”. Sí, como se lee, el juicio final, la tribulación, el acabóse.
No lo digo por jugar al apocalíptico de bolsillo, pero sí hay algo profundamente simbólico en su muerte. No sólo porque parecía un hombre bueno, sabio y compasivo; no sólo porque en tiempos de crispación supo hablar de paz, justicia y ternura; sino porque, si Malaquías tenía razón (y si la tradición que lo acompaña no está tan desquiciada), éste fue el último Papa.
Yo no sé ustedes, pero yo no estoy listo para el fin del mundo.
Claro, también puede que el próximo pontífice nos desmienta a todos —incluido al irlandés profeta— y resulte que la Iglesia sigue, que el mundo gira, y que el juicio final se vuelve a posponer como todas las citas importantes. Pero mientras tanto, me queda esta mezcla rara de tristeza y miedo, de fe y superstición, de duelo y esperanza.
Murió el Papa, pues; y con él, se cierra un capítulo de la historia del Mundo y de mi pobre corazón. No sé si fue el último, pero sí sé que me duele igual; y que su voz, su ejemplo y su sonrisa hacen falta ya. Muchísima falta. Y si después de esto viene el apocalipsis o no, ya veremos. Mientras tanto, yo, por si acaso, me puse a buscar el capítulo de San Malaquías… y a cargar el celular, llené el tanque del convertible, me puse gafas negras y me comí una barra de chocolate que tenía guardada para emergencias. Uno nunca sabe.
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Luis Villegas Montes.